Se respira un aire denso en los foros políticos de España. Las acusaciones cruzadas, las amenazas que escalan de tono hasta rozar lo vomitivo —¿falseamiento electoral? ¿Acusaciones a las fuerzas de seguridad del Estado?—, todo parece diseñado para alimentar la insaciable bestia de la polarización, esa «carnaza» que satisface a las respectivas «parroquias» pero que envenena la convivencia. Y en medio de este circo, emerge la figura de Leire Díaz, un personaje que todos niegan conocer a fondo, pero cuya sombra se proyecta sobre ministros y hasta el propio presidente del Gobierno. La cuestión aquí va mucho más allá de una mera expulsión partidista; exige una clarificación profunda sobre si la responsabilidad del PSOE se limita a una simple culpa in vigilando en su elección, o si estamos ante algo que, de no ser aclarado, podría poner en jaque su propia supervivencia. Y, si de culpas hablamos, el Partido Popular haría bien en guardar silencio, pues su historia reciente, como bien saben, está plagada de episodios que son un eco incómodo de la misma melodía.
En este turbio escenario, la Feria del Libro de Madrid acaba de abrir sus puertas, y uno no puede evitar la ironía. Miles de ciudadanos paseando entre estands, buscando tesoros de papel, tratando de comprender el mundo a través de la sabiduría acumulada en siglos de pensamiento. Pero, ¿qué pasa con nuestros dirigentes? ¿Pisan ellos estos terrenos? ¿O acaso sus estanterías, tanto las físicas como las de sus capacidades intelectuales, están tristemente vacías de esos volúmenes que deberían forjar mentes críticas y líderes capacitados?
«Un pueblo que no lee es un pueblo engañado«, advirtió ya en su momento Manuel Azaña, un político que, curiosamente, también fue un consumado intelectual y bibliófilo. Parece que esa advertencia resuena hoy con una fuerza inusitada. Nos encontramos con líderes que priorizan el poder por el poder, la prebenda salarial obtenida del erario público como único fin, y la disputa estéril como método. Han sustituido el arte de la dialéctica por el arte del grito; el rigor del argumento por la facilidad del eslogan. Si las estanterías de sus despachos estuvieran repletas de las obras de Tocqueville, Mill, o incluso de nuestros clásicos como Galdós o Unamuno, ¿sería posible este nivel de superficialidad y enfrentamiento?
Uno se pregunta qué libros adornan las mesitas de noche de nuestros preclaros dirigentes. ¿Algún manual de retórica incendiaria para la izquierda? ¿Quizás un compendio de descalificaciones ad hominem para la derecha? La imagen que proyectan dista mucho de aquella de estadistas formados, capaces de analizar el pasado para fortalecer un presente fracturado y construir un futuro que merezca la pena. Porque, como sentenció George Santayana, «Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo«. Y si no lo recuerdan, en gran medida, es porque no lo leen. Sus bibliotecas mentales parecen limitarse a los titulares de la última hora o, peor aún, a los ecos de sus propias redes sociales, un bucle de confirmación que les impide ver más allá de su propia burbuja.
«La lectura nos da alas para volar a un universo de conocimiento«, afirmó Carl Sagan. Tristemente, nuestros actuales gobernantes, de uno y otro signo, parecen haber amputado sus alas o, peor aún, nunca haber aprendido a volar. Se arrastran por el fango de la refriega partidista, incapaces de elevar la mirada, de buscar soluciones complejas para problemas complejos. La profundidad del análisis ha sido reemplazada por la consigna; la visión de Estado por la victoria electoral a cualquier precio.
Es hora de exigir a nuestros dirigentes que desempolven los clásicos, que se sumerjan en la historia, la filosofía, la sociología. Aunque deban de empezar por los de EGB. ¡Que comprendan que la responsabilidad de gobernar exige algo más que la gestión de egos y la distribución de migajas entre los amigos y los conmilitones!.
Este momento, exige mentes formadas, mentes que entiendan la complejidad humana y la riqueza de pensamiento. Solo así, quizás, sus estanterías dejen de estar vacías, y España pueda aspirar a un futuro donde el debate sea constructivo y el liderazgo, verdaderamente, iluminado.
Qué estén más ayunos de poder y más hambrientos de conocimiento.